viernes, 29 de junio de 2012

Una Sonrisa Exactamente Así - Eduardo Sacheri


Hasta ahora sonreíste siete veces. Por supuesto que las tengo contadas. Hace un rato increíblemente largo que vengo mareándote con mis palabras, por estrategia o por desesperación, y verte sonreír es –me parece- la única huella que puede llegar a indicarme si voy bien o si estoy perdido. 

La primera fue la más fácil. Las difíciles fueron desde la segunda en adelante. Tu primera sonrisa fue automática, impersonal. Fue un reflejo de la mía. Casi un acto de imitación involuntaria. Un tipo joven se acerca a tu mesa, se te planta adelante y te dice “hola” mientras sonríe y vos, que estabas absorta mirando hacia fuera, hacia la calle, volvés de tu limbo y contestás aquella sonrisa con una igual, o parecida. 

A partir de entonces las cosas se complicaron. Fue mucho más difícil conseguir que soltaras la segunda. Porque este desconocido que era –que sigo siendo- yo, sin dejar de sonreír, te pidió permiso para ocupar la silla vacía de tu mesa. Unos minutos –prometí-, no demasiados. Un rato, porque tenía que decirte algo. Entonces de tu rostro se fue aquella sonrisa, la primera, la del reflejo o el saludo, la que era nada más que un eco de la mía. Y en su lugar quedaron la extrañeza, la incertidumbre, las cejas un poco fruncidas, un ápice de temor. ¿Qué quería este desconocido? ¿De dónde lo habían sacado? 

Como te sostuve esa mirada, como aguanté a pie firme este bochorno precisamente por causa y por culpa de esa mirada tuya, no de esa pero sí de otra nacida de los mismos ojos –la que tenías mientras mirabas hacia fuera del café sin ver a nadie, ni a mí ni a los otros, justo cuando yo pasaba corriendo por Suipacha-, como te la sostuve, digo, vi que estabas a punto de decirme que no, que no podía sentarme a tu mesa. ¿Dónde se ha visto que una chica acepte sin más ni más a un desconocido en su mesa, sobre todo si el desconocido tiene el traje desaliñado, la corbata floja y la cara empapada de sudor, como si llevara unas cuantas cuadras lanzado a la carrera? 

Ibas a decirme que no, y si no lo habías hecho aún era porque en el fondo te daba algo de pena. Fue por eso, porque se notaba en tu rostro que ibas a decirme que no, aunque te diera pena, que alcé un poco las manos como deteniéndote, y te rogué que me dejaras hablarte de los uruguayos del Maracaná. 

Para eso sí que no estabas lista. No había modo de que lo estuvieras. ¿Quién hubiese podido estarlo? Te habrá sonado igual de loco que si te hubiera dicho que quería contarte sobre la elaboración de aserrín a base de manteca o sobre la inminente invasión de los marcianos. Pero la sorpresa tuvo, me parece, la virtud de desactivarte por un instante la decisión de echarme. 

Y en ese instante, como en el resto de esta media hora de locos, no me quedó otra alternativa que seguir adelante. ¿Te fijaste cómo hacen los chicos chiquitos, cuando se pegan sigilosos a las piernas de sus madres mientras ellas están atareadas en otra cosa, para que los alcen a upa aunque sea por reflejo y sin distraerse de lo que están haciendo? Más o menos así me dejé caer en la silla frente a vos. Sin dejar de hablar ni de mirarte, y sin atreverme a apoyar los codos sobre la madera, como para que mi aterrizaje no fuese tan rotundo. 

Para disimular no tuve más opción que lanzarme a hablar, aunque no supiese bien por dónde empezar y por dónde seguir. Arranqué por la imagen que a mí mismo me cautivó la primera vez que alguien me puso al tanto de esa historia: once jugadores vestidos de celeste en un campo de juego, rodeados por doscientos mil brasileños que los aplastan con su griterío furioso, a punto de empezar a jugar un partido que no pueden ganar nunca. 

Te dije eso y tuve que hacer una pausa, porque si seguía amontonando palabras esa imagen iba a perder su fuerza. Y noté que querías seguir escuchando, y no por el arte que tengo para contar, sino porque ese es un principio tan bello y tan prometedor para una historia que a cualquiera que la escuche sólo le cabe seguir atento para enterarse de lo que pasa con esos once muchachos. 

Me pareció entonces que era el momento de agregarte algunos datos que te ubicasen mejor en esa trama. Año 1950, te dije, Campeonato Mundial de Fútbol, partido final Brasil-Uruguay, Río de Janeiro, 16 de julio, tres y media de la tarde, te dije. 

Esa fue la segunda vez que sonreíste. Una sonrisa extrañada, a lo mejor desconcertada, a lo peor compasiva, pero sonrisa al fin. Ya no tenías temor de que este tipo locuaz de traje gris fuese un asesino serial o un esquizofrénico. Podía ser un idiota, pero en una de esas, no. Y la historia estaba buena. Por eso te seguí pintando el panorama, y te conté que los brasileños llegaban a ese partido final después de meterle siete goles a Suecia y seis a España. Y que Uruguay le había ganado por un gol a los suecos y había empatado con los españoles. Y que con el empate le alcazaba a Brasil para ser campeón del mundo por primera vez. 

Ahí yo hice otra pausa, porque me pareció que tenías datos suficientes como para que la historia fuera creciendo en tu cabeza. “¿Sabés qué les dijo un dirigente uruguayo a sus jugadores, antes de salir a jugar la final?”, te pregunté. Vos no sabías, cómo ibas a saber. “-Traten de perder por poco. Intenten no comerse más de cuatro-. Eso les dijo. Les pidió que evitaran el papelón de comerse seis o siete. ¿Te imaginás?”, te pregunté. Y vos moviste la cabeza diciendo que sí, y yo me quise morir viéndote así, porque estabas imaginando lo que yo te estaba contando, y era una estupidez, pero fue entonces, hace veinte minutos, que tuve la intuición fugaz de que era el primer diálogo que teníamos en toda la vida. Vos estabas ahí, o mejor dicho vos estabas ahí dejándome a mí también estar ahí porque te estaba contando de los uruguayos. Era esa historia la que me tenía todavía vivo en el incendio de tus ojos, y por eso te seguí contando. 

Esos once muchachos vestidos de celeste entraron a cumplir con un trámite, te dije. El de perder y volverse a casa. Para eso el Maracaná recién estrenado, las portadas de los diarios impresas desde la mañana, el discurso del presidente de la FIFA felicitando a los campeones en portugués, la mayor multitud reunida jamás en una cancha, los petardos haciendo temblar el suelo. 

“Con decirte –proseguí- que la banda de música que tenía que tocar el himno nacional del ganador no tenía la partitura del himno uruguayo”, y abriste mucho los ojos, y yo te pedí que no abrieras los ojos así porque podías tumbarme al suelo con la onda expansiva, y esa fue tu tercera sonrisa, con las mejillas un poco rojas asimilando el piropo cursi y suburbano. Supongo que yo –definitivamente enamorado- también me puse colorado, y salí del paso contándote el partido, o lo que se sabe del partido, o lo que no se sabe y todo el mundo ha inventado del partido. Un Brasil lanzado a lo de siempre: a triturar a sus rivales, a engullir seleccionados, a llenarle el arco de goles a todo el mundo, a sepultar rápido los noventa minutos que los separaban de la gloria. Un Uruguay chiquito, un Uruguay estorbo, un Uruguay que molesta y pospone el paraíso. Un Uruguay ordenado y prolijo que le cierra todos los agujeros y los caminos, y un primer tiempo que termina cero a cero pero es casi lo mismo porque el empate le sirve a Brasil. 

“Y empieza el segundo tiempo y a los dos minutos –continué- Friaca marca un gol para Brasil”. Entonces fruncí los labios y moví las manos en ese gesto que quiere decir “listo, ya está, asunto terminado”, y que vos interpretaste a la perfección, porque te pusiste un poco triste. 

“Imaginate lo que era el Maracaná después del 1 a 0”, agregué. Los uruguayos ya tenían que meter dos goles, y en realidad lo más probable era que Brasil les metiera otros cuatro antes de que esos pobres muchachos consiguieran llegar a la otra área. 

Creo que ese fue el momento más difícil. No digo de esa final del Mundo. Me refiero a nuestra charla, o más bien a mi monólogo. Tal vez te suene ridículo –en realidad lo lógico es que todo esto te suene absolutamente ridículo-, pero evocar ese instante del gol de Friaca, con todo el mundo enloquecido y feliz alrededor de esos once uruguayos náufragos me hizo sentir a mí también el frío mortal de la derrota. Y estuve a punto de rendirme, de ponerme de pie, de ofrecerte la mano y despedirme con una disculpa por el tiempo que te había hecho perder. No sé si te ha ocurrido, eso de entusiasmarte hasta el paroxismo con alguna idea que apenas la echás a rodar se vuelve harina y es nada más que pegote entre los dedos. Así quedé yo en ese momento. 

Pero entonces me salvó tu cuarta sonrisa. Al principio no la vi, porque me había quedado mirando tu pocillo vacío y el vaso de agua por la mitad. Por eso me preguntaste “¿Y?”, como diciendo qué pasó después, y entonces no tuve más remedio que alzar la vista y mirarte. Tenías la cabeza apoyada en la mano, y el codo en la mesa y los ojos en mí. Y tus labios todavía no habían desdibujado esa sonrisa de curiosidad, de alguien que quiere que le sigan contando el cuento. 

No me quedó más remedio –o lo elegí yo, es verdad, pero a veces es más fácil elegir cuando uno piensa que no tiene más remedio- que caminar hasta el fondo del arco y buscar la pelota para volver a sacar del mediocampo. Recién, hace quince minutos, lo hice yo; en el ’50, en Río, lo hizo Obdulio Varela. El cinco. El capitán de los celestes. Te dije que según la leyenda se pasó cinco minutos discutiendo con el árbitro para enfriar el clima del estadio. Pero son tantas las leyendas de esa tarde que si te las contaba todas no iba a terminar nunca. Esos uruguayos, pobres, habrán gastado mucha más saliva, a lo largo de sus vidas, desmintiendo las fábulas de lo que no fue que relatando lo que sí pasó. 

Se reanudó el partido. Y yo, contándotelo, hice más o menos lo mismo. A esa altura se supone que está todo dicho y todo hecho –te situé-: Uruguay pudo resistir el primer tiempo completo. Ahora que entró el primer gol tiene que entrar otro más, y otros dos, u otros cuatro. Ahora la historia va a enderezarse y caminar derecha hacia donde debe. 

Pero el asunto se escribe de otro modo. Porque ese gol que Friaca acaba de meter no es solamente el primero de Brasil en esa tarde. También es el último. Nadie lo sabe, por supuesto. Ni los brasileños que juegan ni los brasileños que miran ni los brasileños que escuchan. Pero los once celestes sí parecen tenerlo claro. 

Tan claro que siguen jugando como si nada. Como si más allá de las líneas de cal se hubiese acabado para siempre el mundo. Tal vez por eso, porque están decididos ni más ni menos que a jugar al fútbol, desborda la camiseta celeste de Ghiggia por derecha, envía el centro y Schiaffino la manda guardar en el arco de Barbosa, que no lo sabe pero acaba de empezar a morir; aunque todavía le falten cincuenta años hasta que de verdad se muera. 

No sé si en otros deportes esas cosas son posibles. En el fútbol sí. Nada es para siempre, ni definitivo, ni imposible. ¿Será por eso que es tan lindo? Faltan diez, nueve minutos para que Brasil sea campeón con el empate. Pero Ghiggia se la toca a Pérez que se la devuelve profunda, como en el primer gol, por la derecha, hacia el área. El puntero celeste lo encara a Bigode y lo deja de seña, aunque se acerca peligrosamente al fondo y eso lo deja sin ángulo de disparo. Lo lógico es que Ghiggia tire el centro. Eso es lo que esperan sus compañeros, que le piden impacientes la pelota. Es lo que esperan los defensores brasileños, que tratan de marcarlos. Y es lo que espera el pobre Barbosa, que se mueve apenas hacia su derecha para anticipar el envío. 

Ahí vino tu quinta sonrisa. Fue de nervios. Faltó que te pusieras de pie para ver mejor, como hacen los plateístas en la cancha en las jugadas de riesgo. Esa fue la menos mía de todas tus sonrisas. Pero no me molestó, casi al contrario. Esa sonrisa fue toda para Ghiggia, para alentarlo a lograr lo que en apariencia no podía salirle: sacar el balinazo al primer palo, meter el balón entre Barbosa y el poste. Prolongaste tu sonrisa para acompañarlo en su carrera con los brazos en alto, esa carrera a solas, a solas porque sus compañeros simplemente no pueden creer que la pelota haya entrado por donde no había sitio para que entrase. 

A esa altura me faltaba contarte poco. El público enmudeció de pavor, y a los jugadores de Brasil el alma se les llenó de malezas heladas. Y ahí llegó tu sexta sonrisa. Esta fue confiada. Ya habías entendido cómo terminaba la historia. Lo único que querías era que te lo confirmase. Te agregué una última leyenda, porque aunque tal vez también esa sea mentira, de todos modos es hermosa. Con el tiempo cumplido, cayó un centro al área de Uruguay. El uruguayo Schubert Gambetta alzó los brazos y tomó la pelota con las manos. Sus compañeros se querían morir. ¿Cómo va a cometer ese penal infantil en una final del Mundo, con el tiempo cumplido? Lo increpan, lo insultan. Gambetta los mira sin entenderlos. Se defiende, tal vez a los gritos, tal vez lo hace llorando. Les dice que miren al árbitro. Les pregunta si no lo escucharon. Porque aunque parezca imposible, Gambetta es el único que ha escuchado el pitazo final. Es el único que ha sido capaz de discriminar de entre todos los ruidos –el de la pelota, el de las voces, el del pánico- el sonido del silbato. Los demás terminan por entender que es cierto: el partido ha terminado, Uruguay es campeón del mundo. 

Y cuando hice un segundo de silencio después de la palabra “mundo”, tu séptima sonrisa se iluminó del todo, en el alborozo de saber que esos once muchachos de celeste habían sido capaces de saltar todas las trampas del destino para volverse a Montevideo con la Copa. La tortuga que derrota a la liebre, el mendigo hecho príncipe, David contra Goliat, pero con pelota. 

Si hubiese ganado Brasil nadie se acordaría demasiado del 16 de julio de 1950. Lo normal no se recuerda casi nunca. Pero ganó Uruguay, un partido que si se hubiese jugado mil veces Uruguay debería haber perdido novecientas cincuenta y empatado cuarenta y nueve. Pero de las mil alternativas Dios quiso que cayera esta: Uruguay da el batacazo más resonante de la historia del fútbol, y más de medio siglo después yo me acerco a tu mesa y te lo cuento. 

Hoy es 28 de julio. Pero si vos ahora me decís que me levante y me vaya, da lo mismo que sea 37 de noviembre. Lo del 37 de noviembre te lo dije recién, hace dos minutos, pero tu sonrisa no llegó a ser porque viste mi expresión seria y te contuviste. Porque ahora hablo más en serio que en todo el resto de esta media hora que llevo sentado enfrente tuyo. Y si vos ahora me decís que me vaya, yo me levanto, dejo tres pesos por el café, te saludo alzando una mano, me mando mudar y sigo por Suipacha para el lado de Lavalle. Y vos de nuevo te ponés a mirar por la vidriera. 

Igual andá con cuidado, porque es muy probable que si reincidís en eso de mirar hacia afuera con esos ojos que tenés, otro tipo haga lo mismo que yo, se enamore y entre. Más difícil será que te cuente una historia como esta que acabo de contarte, pero algo se le ocurrirá, mientras intenta no perderte. Pero bueno, pongamos que eso no sucede, y el resto de los hombres te deja en paz, mirando hacia la calle. En ese caso, de aquí a unos minutos se te irán borrando de la memoria los tonos de mi voz y los detalles de mi cara. 

Y ahora viene lo más difícil. El problema es que los uruguayos pueden acompañarme hasta aquí y nada más. De ahora en adelante es imposible. Y mirá que, para esos tipos, no parece haber muchas cosas imposibles. Pero lo que falta por hacer es asunto mío. O mío y tuyo, pero no de ellos. 

Lo que me falta contarte es el final, o el principio, según se mire. Me falta hablarte de mí, hace media hora, corriendo como un loco por Suipacha hacia Corrientes. Tarde, tardísimo, porque hoy todo me salió al revés desde el momento mismo en que abrí los ojos, esta mañana. El despertador que no sonó, o que me olvidé de poner, el golpe que me di con el borde de la puerta en plena frente, los dos colectivos que pasaron llenos y me dejaron de seña en la parada, el subte que fui a tomar desesperado por no llegar tardísimo al trabajo y que hizo que fuera corriendo por Suipacha desde Rivadavia y no desde Paraguay, y el semáforo de Corrientes que pasa al verde diez segundos antes de que llegue a la esquina y los autos que arrancan y yo que me agacho con las manos sobre los muslos intentando recuperar un poco el aliento, mientras giro de espaldas a la calle y me topo con el bar y con tu codo en la mesa y tu cabeza en la mano y tu mirada en el vidrio pero viendo nada.

No importa lo primero que pensé al verte. O sí, pero no es el momento. Tal vez haya oportunidad, alguna vez, de decírtelo. Depende. 

Lo que sí puedo contarte es que en ese momento, mientras me asaltaba el dilema de volverme hacia Corrientes y seguir corriendo hasta Lavalle o entrar a encararte es que vinieron los uruguayos. Llegaron en ese momento. Los once: Máspoli; González y Tejera; Gambetta, Varela y Rodríguez; Ghiggia, Pérez, Migue, Schiaffino y Morán. 

Te parecerá tonto, pero esos uruguayos del Maracaná me sirven de talismán. No siempre. Sólo recurro a ellos en situaciones difíciles. A veces recito la formación, como rezando. O me los imagino en el momento de entrar a la cancha con cara de “griten todo lo que quieran, que nos importa un carajo”. O lo veo a Ghiggia en el momento de meter el balón por el ojo incrédulo de la aguja de Barbosa. Si Uruguay pudo en el ’50, me dije... en una de esas quién te dice. 

Por eso me desentendí del semáforo y de la calle Corrientes y entré al bar y caminé hasta tu mesa y te sonreí y vos, por reflejo, me devolviste tu primera sonrisa. Pero como te dije hace un rato el problema no son tus primeras siete sonrisas. El asunto es la que viene. 

Tengo novecientas noventa y nueve chances de que me digas que me vaya, y una sola de que me pidas que me quede. 

Porque ponele que yo ahora termino y vos sonreís: alguien lo mira de afuera y puede decir “¿Y qué tiene que ver que sonría? Puede sonreír porque piensa que estás loco, o que sos un tarado”, y es cierto, puede ser por eso. Y en una de esas es verdad. 

Pero también puede ser que no, que sonrías porque te gusté, o porque te gustó la historia que acabo de contarte. O las dos cosas: a lo mejor te gustamos mi historia y yo, y a lo mejor te estás diciendo que en una de esas para vos también este es un día especial. Un día distinto, ese día diferente a todos los otros días en que las cosas se salen de la lógica y la vida cambia para siempre, y a lo mejor pensás eso a medida que yo te lo digo y en tu cabeza se abre la pregunta de si no será una buena idea seguirme la corriente, por lo menos hasta dentro de medio minuto cuanto te invite al cine y a cenar, o hasta dentro de un mes o hasta dentro de un año o hasta dentro de cuarenta. 

Y puede que ahora sonrías una sonrisa que me indique a mí, que llevo media hora intentando leer las señales de tu rostro, que hoy no sonó el despertador y me pegué con el filo de la puerta y perdí los colectivos y corrí hasta el subte y vine corriendo desde Rivadavia y me cortó el semáforo y giré y vos estabas sentada en el café nada más que para esto, para que yo me atreva a rozar tu mano con la mía y vos de un respingo y me mires a los ojos con tus ojos como lunas y yo te sonría y vos también me sonrías, pero no con una sonrisa cualquiera sino con esta que te digo y que vos estás empezando a poner, ¿ves? Así: una sonrisa exactamente así. 

martes, 26 de junio de 2012

Sueño de Primera

Mañana Santa Marta se paraliza. En las calles solo estarán los turistas que incrédulos se sorprenderán de la soledad. No habrá tráfico. Una que otra tienda abierta, con un radio como centro de mesa con varios hombres a su alrededor acompañando el momento con cervezas. Banderas rojas y azules ondeando por la calle, o colgadas en los balcones. Todos estarán en la Villa Olímpica, porque el Unión Magdalena está en la final.
El pasado sábado los samarios viajaron hasta Sabanalarga en donde necesitaban un empate para llegar a la final. Se sabía que no iba a ser fácil, ya que la Uniautónoma necesitaba ganar si quería aspirar por el título. Y las cosas no comenzaron bien.
Los universitarios se encontraron con un penal sobre los veinte minutos. Yuberney Franco quería ser el villano, pero no contaba que en el arco estaba Aldair Arnedo, un "pelao" de la casa, quien estirando sus 170 centímetros, puso a celebrar a todos los samarios. Este joven de 19 años fue parte fundamental para llegar a estas instancias, porque en la fecha 14 detuvo un lanzamiento desde los 12 pasos para mantener el 0-0 ante el Sucre F.C. y en la segunda fecha del cuadrangular tapó un penal al minuto 89 para dejar el compromiso 1-1 ante Cortuluá.
Ya en el segundo tiempo Armando Vargas con un derechazo puso el 1-0 a favor del Unión y la final estaba cada vez más cerca. Pero como las cosas sufridas son las más lindas, al minuto 84 Carlos Henao empató el partido. Un gol más eliminaba a los bananeros, cosa que no paso, y el Ciclón celebró en patio ajeno.
Todo el departamento del Magdalena gritó de emoción al unísono. En las calles celebraron todos a rabiar, con la más que conocida caravana de pitos. A los jugadores les esperaba a su llegada un carnaval, y no era para menos. Santa Marta estaba de fiesta.
Ahora se viene lo más difícil. Todavía falta un último paso que dar. El Eduardo Santos se vestirá de gala como en sus mejores épocas para ver una final de primera. Una final de campeones. Un duelo de titanes. Ya están muy cerca, pero falta lo más importante. El Unión Magdalena esperó cuatro años para esto. Aquí está. Mañana a llenar el estadio, todos a empujar para el mismo lado, porque el Unión Magdalena es de primera.
Y como dice un famoso grupo samario, ¡Sopla Ciclón!

martes, 19 de junio de 2012

Sopla Ciclón

Hace unas semanas escribí la columna sobre el cumpleaños del Unión Magdalena y la cerré diciendo que este podía ser el año en que finalmente retornen a la primera división. Y si, parece que este va a ser el año en el que el ciclón bananero volverá al lugar de donde nunca se debió ir.

Tras siete años de tristeza, sumergidos y naufragando en la segunda categoría del fútbol profesional colombiano, con malos manejos en la parte administrativa, los dirigidos por Carlos Silva parecen haber encontrado la fórmula que los regrese a los puestos de vanguardia. Tras un mal comienzo el equipo logró mantenerse a lo largo del torneo en una muy delgada línea que separaba a los equipos clasificados a los cuadrangulares finales con los que iban a empezar desde temprano sus vacaciones. Tanto fue así que los hinchas tuvieron que esperar hasta la última fecha comiéndose las uñas en sus casas, ya que el partido fue a puerta cerrada. Todo salió de maravilla y lograron sellar su clasificación a la siguiente ronda con un triunfo ante el Bogotá F.C. por 6-0.

Aquí apareció el mejor Unión Magdalena, quien comenzó con pie derecho en su grupo con una victoria ante la Uniautónoma por 2-1. Un solo revés en los cinco partidos disputados hasta el momento (1-0 ante Sucre F.C. en Sincelejo) tienen al ciclón a las puertas de llegar nuevamente a una final. 

El pasado sábado los presentes en el Eduardo Santos vieron como sus jugadores, con una muestra de buen fútbol, goleaban 4-1 al Cortuluá. Esto, más la victoria universitaria en Sucre, provocó que el Unión dependa de sí mismo para, probablemente, enfrentarse al América de Cali en busca del cetro que los reconozca como campeones del Apertura 2012. 

En la última fecha visitaran en Sabanalarga al mismo equipo con el que abrieron los cuadrangulares y quienes le dieron una mano en la fecha pasada. En tierras atlanticenses les basta con un empate para llegar a la final.

Y es que un club con tanta historia, de donde salió el mejor jugador colombiano de toda la historia, no puede continuar así. El verdadero clásico costeño tiene que volver a la primera división. El Eduardo Santos tiene que vestirse de gala viendo a los grandes equipos del fútbol colombiano. El ciclón bananero tiene que soplar en la “A”. Santa Marta se lo merece. Los hinchas se lo merecen. El Unión Magdalena se lo merece.

martes, 12 de junio de 2012

Poco que rescatar, mucho que corregir


Se acabó el doblete de eliminatorias que teóricamente fue bueno para la selección Colombia. Es decir, tres puntos de seis como visitante es bueno, pero la forma en cómo se jugaron ambos partidos es muy pobre y la mayoría de colombianos nos preguntamos ¿a qué jugamos?
En el primer duelo contra Perú, la selección no se mereció la victoria. Contra un equipo diezmado por las lesiones, los nuestros se vieron sin ideas, sin juego, sin fútbol. Le tenían miedo al balón, era como si éste les quemara los pies, y trataban de despojarse de él lo más rápido posible y sin importarles el destino. Luego llegó una jugada con una pisca de suerte en donde a James le quedó un balón suelto y le pegó con el alma para darle la victoria a Colombia. El triunfo disfrazó un poco el desempeño del equipo de Pékerman, el cual no fue el esperado, pero siendo su debut oficial, puede que haya sido aceptable.
Una semana después, a los nuestros le tocó ir a la altura de Quito para enfrentarse a la selección de Ecuador, dirigida por el colombiano Reinaldo Rueda. Aquí se vio a una selección aun más pobre colectivamente. No había toque entre los jugadores, que no lograban dar tres pases seguidos. En este partido se vio muy mal a la defensa, convirtiendo a Ospina en figura. Pékerman no supo leer el partido y se demoró mucho en los cambios.
La selección, línea por línea, estuvo rota. Para el próximo compromiso ante Uruguay (7 de septiembre) Colombia no podrá contar con su dupla de centrales, Yépes y Mosquera, por acumulación de amarillas; Peréa por lesión está en duda. Es posible que sea más positivo de lo que parece, ya que la selección necesita un cambio generacional en la defensa. Espinosa y Zapata pueden ser una buena opción.
La mayoría de jugadores tuvieron un rendimiento bajo, exceptuando a Ospina y Sánchez. Pabón creo que jugó más de lo que se merecía y a Falcao lo desperdiciaron: huérfano en 180 minutos. James fue otro que no tuvo compañía, y conducir solo a un equipo es muy difícil.
Los números son positivos por lo menos y Colombia está en camino a Brasil 2014. Es un proceso en donde todos debemos participar y apoyar al combinado patrio. Hay que darle tiempo al técnico, no crucificarlo desde ya, confiar en él y en los jugadores que se pongan la camiseta tricolor.

martes, 5 de junio de 2012

No todo lo que brilla es oro


Volvieron las eliminatorias al Mundial 2014 y qué mejor forma de retomarlas que con una victoria en tierras extranjeras. Colombia le ganó a una muy buena selección peruana y se puso en una alentadora quinta posición en la tabla teniendo en cuenta que tiene un partido menos que la mayoría. Pero no es para sacar el carro de bomberos, ya que tras de esta victoria hay cosas para mejorar.


El que haya visto el partido ya lo sabe, y el que no, de seguro se lo contaron: Colombia no mereció ganar. Tuvo suerte en el gol y contó con un David Ospina inspirado que sacó todo. El debut oficial de José Pekerman fue positivo en el sentido que se sacaron tres puntos en condición de visitante, pero el combinado tricolor dejó mucho que desear.


El adiestrador argentino puso en cancha lo que mejor tiene, aunque algunos no le respondieron como debían. Dorlan Pabón no fue productivo en el partido, exceptuando el pase para el gol de James Rodríguez. Estuvo perdido y tuvo que ser excluido del partido y meter a Jackson Martínez, quien apenas entró (al minuto 90) tuvo una oportunidad que de no ser por la desinteligencia del árbitro, debió terminar en gol.


La selección Colombia se ha caracterizado históricamente por el toque y en los últimos años, a pesar de no cosechar triunfos importantes ni clasificaciones mundialistas, esa iniciativa jamás se perdió. El domingo vimos a una Colombia que le tenía miedo al balón. Guarin y James tenían la misión de hilvanar las jugadas. El primero estuvo lento e impreciso. El segundo estuvo sin acompañantes.


Los del toque no estaban en su día y esto provocó que a Falcao no lo surtieran con balones. ¿Cómo es que a tu máxima figura lo dejas tan solo? El tigre solamente tuvo una opción de gol, que fue un poco encontrada. No entiendo como contando con uno de los mejores cabeceadores del mundo se desperdician todos los tiros libres y saques de esquina. Un solo centro para el samario.


Se ganó, que es lo importante, y como dice el dicho, es mejor corregir sobre victorias que sobre derrotas. Pekerman tiene mucho trabajo por delante. Si quiere esconderlo como hizo esta semana que lo haga, siempre y cuando dé resultados positivos. Jugar bonito tal vez no es lo más importante, pero por lo menos que deje una imagen que genere confianza de que sí se puede. Ahora por Ecuador. ¡Vamos Colombia!